Julían Andrés Vargas Cardona*
Tan pronto el gobierno
nacional anunció el inicio de los diálogos de paz con las FARC en Oslo y La
Habana, en diferentes sectores de la opinión pública se empezaron a hacer
‘cuentas alegres’ con los recursos que hasta el día de hoy la nación invierte
en sus fuerzas de seguridad y defensa. La lógica empleada por estos incautos es
muy simple: si ya no hay guerra, entonces no es necesario destinar el 3,7% del
PIB (23 billones de pesos) en el Ministerio de Defensa; en cambio, proponen
utilizar estos recursos en otras necesidades del país, como la educación y la
investigación, sin duda causas nobles y urgentes para el futuro económico.
Otros, adicionalmente, auguran un cambio en las proporciones del gasto, en el
que la Policía resultaría más beneficiada que las Fuerzas Militares.
Sin embargo, estas posiciones
pierden de vista asuntos clave y demuestran una falta de perspectiva
estratégica. Existen al menos tres grandes razones por las cuales el gasto en
seguridad y defensa debe mantenerse en el largo plazo, y dentro de él,
particularmente el de las Fuerzas Militares.
La primera razón tiene que ver
con los requerimientos de seguridad en el postconflicto. Los efectos violentos
de una guerra que ha durado 48 años difícilmente se neutralizarán en 5 o 10
años; las bandas criminales que resulten del proceso de desmovilización de las
FARC continuarán actuando allí en donde la presencia estatal sea muy débil. De
ahí que no sea descabellado pensar en dos o tres décadas más de postconflicto,
en el que la capacidad de controlar militarmente el territorio es lo único que
puede garantizar la estabilidad en tiempos de paz mientras el Estado se
fortalece en las regiones periféricas.
En este punto emergen las
demandas por un fortalecimiento de la Policía Nacional. El argumento empleado
sostiene que la nueva situación se centraría de lleno en la seguridad
ciudadana, ya sea en ambientes rurales o urbanos. Y tienen razón. Sería ideal
que la Policía tuviese la capacidad de neutralizar el crimen organizado y
mantener el orden en todo el territorio, mientras las Fuerzas Militares se
dedican a su función primaria de defensa de la soberanía y protección de las
fronteras. Sin embargo, la realidad en el corto y mediano plazo es otra. Son
las Fuerzas Militares las que en la práctica cuentan con los recursos y el
conocimiento para controlar el territorio, en especial las zonas rurales
periféricas.
Además, como ya se ha
demostrado, la capacidad armada de algunas bandas criminales excede la de la
Policía, como en el Urabá. Así, resulta improbable que la Policía adquiera rápidamente
la capacidad para neutralizar las bandas criminales con experiencia terrorista
que resultarían de la desintegración de las FARC. Por lo tanto, el
fortalecimiento de la Policía debe realizarse independientemente del
presupuesto de las Fuerzas Militares, es decir, sin detrimento de éstas, que
deben mantenerse fuertes y vigilantes en el proceso.
La segunda razón para mantener
el gasto en seguridad y defensa, en especial el presupuesto de las Fuerzas
Militares, se relaciona con el atraso de éstas en relación con las capacidades
estratégicas de disuasión contra guerras simétricas. Durante décadas las
Fuerzas Militares se especializaron casi exclusivamente en la guerra asimétrica
contra las guerrillas, lo que provocó el abandono de la inversión en equipos
militares, desarrollo tecnológico y entrenamiento para una hipotética
confrontación bélica internacional. La crisis diplomática entre Bogotá y
Caracas en el 2008 es un reciente recordatorio de la urgente necesidad de
compensar el atraso en las capacidades de disuasión militar, lo que requiere
grandes cantidades de dinero.
Adicionalmente, Colombia debe
concientizarse de los recursos hídricos, biológicos, mineros y energéticos que
posee y debe proteger, especialmente el Amazonas y el Chocó. El ejemplo dado
por Brasil en esta materia debe ser tenido en cuenta, ya que plantea la
estrategia nacional de defensa en torno a la protección de los recursos
naturales frente a hipotéticas amenazas extra regionales. De ahí se deriva que
Brasil busque crear una defensa común suramericana. Por eso, las Fuerzas
Militares de Colombia deban contar con las capacidades estratégicas para
proteger los recursos de la nación y, dado el caso, para cooperar en la defensa
de la región, es especial si el Estado aspira a disputar el poder regional.
En tercera y última instancia,
es necesario mantener el gasto en seguridad y defensa porque éste no compite
por los recursos para la educación y la investigación. La industria militar
debe convertirse en un motor de la innovación científica y tecnológica,
como sucede en Estados Unidos, Europa, Rusia, China y ahora en Brasil. Para
ello, es necesario empezar a fortalecer las relaciones de las Fuerzas Militares
con las universidades y la empresa privada; esta trinidad permitirá incrementar
las capacidades disuasivas de las Fuerzas Militares, incentivará las
innovaciones científico-tecnológicas de las universidades y beneficiará las
empresas privadas con personal mejor calificado y desarrollos militares con
aplicaciones civiles, lo que dinamizaría la industria y robustecería la
economía, además de las ganancias por ventas a terceros países.
Como se observa, una reducción
en el gasto en seguridad y defensa en el postconflicto no solo no es posible,
tampoco es deseable. A los únicos que les conviene un debilitamiento de las
Fuerzas Militares es a las FARC y a los gobiernos militaristas con intenciones
territoriales sobre Colombia. En oposición, el Estado debe saber proyectarse
estratégicamente en la paz, y allí las Fuerzas Militares también son
indispensables, sobre todo si se aspira a una integración competitiva en el
mundo globalizado.
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