Columna de opinión
Meden Agan
Hacia la reformulación
de las políticas públicas para el fomento del crecimiento económico
Anif,
la Asociación Nacional de Instituciones Financieras, reveló hace poco un
informe que enciende las alarmas en torno a la desaceleración industrial del
país. En dicho estudio, se establece que la “relación Valor Agregado
Industrial/PIB ha venido descendiendo de niveles del 24% hace tres décadas, a
uno del 15% hace una… y actualmente se perfila hacia tan solo un 9% a 12% en
dicha relación en el período 2012-2020” y que la participación del sector
industrial en la generación de empleo se ha disminuido en 12 puntos durante ese
lapso de tiempo.
Otros
estudios, como el publicado en 2011 por Astrid Martínez y José Antonio Ocampo,
en Hacia una política industrial de nueva generación en Colombia, afirman
que el descenso en la participación es solo del 6% y que los efectos sobre la
disminución en la generación del empleo son menos significativos.
Sea
cual sea el caso, la tendencia parece irreversible, y en la opinión de algunos
otros expertos, es natural. Natural e incluso deseable si es el resultado de la
transferencia de mano de obra y de generación de riqueza al sector servicios y
no al sector primario.
El
debate del crecimiento, e incluso el del desarrollo económico, ha sido una
constante preocupación para los gobiernos latinoamericanos, con contadas
excepciones, desde la creación de la Comisión Económica para América Latina y
el Caribe- CEPAL. El remplazo del modelo de crecimiento de sustitución de
importaciones por un modelo de apertura económica y desvanecimiento de las
fronteras comerciales, que obedeció a las directrices librecambistas
promulgadas por la Organización Mundial del Comercio- OMC, representó un salto
cualitativo hacia la inserción efectiva del mercado latinoamericano en las dinámicas
del mercado mundial de bienes y servicios.
Entonces,
la tesis según la cual Prebish argumentaba que la relación de intercambio
desigual empobrecía a los países de la periferia, en favor de los países
centrales, que compraban barato para vender luego productos elaborados, con
valor agregado y más costosos, dejó de ser el centro de la explicación
económica del atraso latinoamericano.
En
los noventa, y hasta hoy, la teoría dominante asegura que solo los países más
abiertos a los flujos comerciales extranjeros, podrán fortalecer sus ventajas
competitivas y alcanzar cuotas de participación mercantil más elevadas, lo que
potencia sus posibilidades de generar riqueza y desarrollo. A pesar de las
protestas y la indignación ciudadana, ese seguirá siendo el supuesto sobre el
cual el sistema preponderante funcionará en las próximas décadas. Si bien no
resuelve el tema de la distribución, históricamente parece comprobado, más allá
de cualquier duda razonable, que el libre comercio favorece, en términos
generales, la economía global.
Pero
si bien el libre comercio genera riqueza, la relación de intercambio desigual
hace que unos países obtengan menores beneficios que otros. Lo que sucede
intraestatalmente frente a la generación de brechas distributivas importantes y
la generación de inequidad en la repartición de la riqueza generada por el
capitalismo, se traslada al nivel interestatal, y los países que menos ganan en
un mundo global e interconectado como el actual, son aquellos que soportan su
estrategia de desarrollo en la producción de materias primas, que son el
producto menos rentable, a pesar de ser indispensable en toda la cadena
productiva de valor.
Por
eso, los países de la entonces llamada periferia deben transformar su sistema
económico para generar cada vez más riqueza, mientras sus Estados garantizan
programas y condiciones que la redistribuyan equitativamente. Y cuidado que
equidad es muy diferente a igualdad (en el sentido de dar a todos lo mismo). Y
ninguna de ellas tiene que ver ya, ni mucho menos, con valores morales como la
justicia, muy a pesar de Aristóteles.
Dicha
realidad plantea a países como Colombia el reto de planear a futuro una
reconversión significativa en sus políticas públicas, en su legislación
económica, y en su cultura empresarial. ¿Sigue teniendo sentido desgastar al
país en discusiones filosóficas en torno a la importancia de salvar el agro, de
cómo distribuir la posesión de la tierra y de regular sus diferentes usos
productivos? Puede ser que sí, pero más por un compromiso moral que porque eso
esté determinado por una necesidad imperiosa desde lo económico. ¿No generaría
más riqueza, en el mercado global, invertir dinero en el traslado de mano de
obra del sector primario a actividades industriales y del sector secundario al
sector de servicios?
Colombia
fue tradicionalmente un país agrícola, tuvo ventajas competitivas en ese
sector, por la azarosa condición histórica y geográfica de nuestro destino, y
por eso es un país pobre: porque aún en el siglo XXI sigue negándose, e
insisto, más por la conservación de una tradición de la que nos sentimos
orgullosos que por condicionantes económico-racionales, a dar el salto a la
cualificación de las empresas de servicios, que son las que más riqueza
producen hoy.
Estados
Unidos, Japón, Alemania y Francia, así como el Reino Unido, generan menos del
2% de su riqueza desde el sector primario, y más del 70% desde los servicios.
China, que se mantiene, como Colombia, en unos niveles altos de composición
agrícola del Producto Interno Bruto dadas sus condiciones geográficas y un
sistema económico tradicional soportado en la producción de materias primas, ha
reducido su importancia en 10 puntos desde su inserción a la economía mixta, lo
que le ha permitido amenazar la supremacía económica de las potencias de la
segunda mitad del siglo pasado.
En
ese sentido, reitero, la anunciada desindustrialización es el resultado de un
efecto natural de la nueva dinámica económica global, por una parte, y es
deseable, solo si el desplazamiento de mano de obra cualificada se traslada al
sector terciario de la economía. Eso, por supuesto, requiere reforzar
presupuestalmente los sectores de promoción de investigación, ciencia y
tecnología, así como las sumas invertidas en el sector educativo. Anquilosar
los sistemas económicos a partir de discusiones y conceptos morales puede
condenar las locomotoras del desarrollo a un arranque tardío y lento, y en un
mundo frenético como el actual eso sería altamente costoso para las
generaciones futuras.
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