viernes, 14 de diciembre de 2012

Obsesivamente imparciales


Columna de opinión
Meden Agan

Obsesivamente imparciales
Las sociedades occidentales y, en términos generales, las que han abrazado los preceptos modernos heredados del caduco siglo XX, están equivocadamente obsesionadas con la igualdad, la imparcialidad, la equidad y todo lo que suene salomónico.

A pesar de que la naturaleza, la biología y las mismas sociedades, en la práctica, analícense desde donde se analicen –desde la antropología, la sociología, la filosofía social, la física, la matemática o la estadística- son diversas. No es cierto, en estricto sentido, que todos fuimos creados iguales. Existen características y rasgos distintivos en lo fisiológico, en lo moral y en lo social, que nos identifican como únicos e irrepetibles. La vida misma, cada segundo, nos da pruebas irrefutables de ello.

Sin embargo, las sociedades modernas están empecinadas en formar espejismos alrededor de los ideales absolutos de la verdad y la justicia. Desde el mismo núcleo más íntimo de lo social, la familia, se castiga moralmente a los padres que tienen preferencias sobre sus hijos, a los hijos que tienen preferencias sobre sus padres, cuando el mismo acto de la concepción es la muestra más clara de selección natural que hay en la vida. Los hijos son producto de una elección racional –o no- de dos seres humanos que se escogen mutuamente sobre una cantidad bastante amplia de posibilidades.

La biología y la sociedad determinan unos roles para cada persona que, independiente de reconocerlos como válidos y útiles, debemos entender que determinan los destinos de los seres humanos. La discriminación o la diferenciación son castigadas y tocó inventarse un esperpento lingüístico como la “discriminación positiva” para solucionar la aparente incorrección política de un término tan natural como el agua.

En los colegios se educa ahora para la igualdad, la ecuanimidad, la no diferencia. Se educa con molde. En las empresas se tiende a eliminar las jerarquías, ahora desnaturalizadas artificialmente, dizque para evitar herir la autoestima de los trabajadores que se encuentran en la base de la ‘cadena alimenticia empresarial’. Capitalismo salvaje, decían a finales de los noventa los ‘economicólogos’ y todos aquellos que no se percataron del fracaso histórico del sistema que funcionaba sobre el precepto de la igualdad, entendida en términos absolutos.

Pero nos movemos en aguas movedizas. Ni igualdad es lo mismo que justicia, ni justicia a equidad, ni la imparcialidad es siempre salomónica. El mundo necesita un poco de imparcialidad, una pizca de diferenciación y bastante de potenciar las habilidades de los más aptos. Así fue que hicimos el tránsito de larvas unicelulares a hombres racionales.

Mal hacemos en transmitir esta falsa igualdad a los niños cuando en la práctica actuamos naturalmente en contra de dicha falsa concepción. Queremos ser los mejores –afortunadamente - y para serlo tenemos que compararnos con otros y competir contra ellos. Queremos tener más inteligencia, más razón, más amor –no solo dinero, para que no crean que esta es una posición ultramaterialista-. El cambio y la evolución se logran, en lo biológico y en lo social, progresando, mejorando, sobresaliendo, no de otra manera.

En la economía eso es aún más evidente. Y precisamente esa tara moral que nos prohíbe creer que tener más es menos, convicción que rechazamos en público y promovemos con nuestros actos privados, es la que impide entrar en ciclos económicos de desarrollo sostenido.

La solución más sensata y que evita la contradicción – ahí sí moralmente reprochable- en la que se han sumido estas sociedades obsesionadas con eliminar discursivamente –mas no en la realidad, por fortuna- la diferencia, es que nos reconozcamos diversos, valoremos los diferentes potenciales de cada quien y enseñemos a vivir con quienes son tangencialmente opuestos a nosotros. Enseñar a vivir con quienes no tienen tanto dinero, quienes no tienen tanto pelo, quienes no tienen nuestras mismas tendencias sexuales, con quienes no tienen el mismo color de piel, con quienes creen que las cosas se pueden hacer diferentes o con quienes creen que dios reencarnó en una vaca hindú.

Tanto discurso igualitario nos desnaturaliza y nos hace entrar en unas discusiones morales falaces que solo generan frustración, intolerancia y odio. Acá nadie es igual a nadie, algunos nos parecemos y eso ya es mucho.

Imágenes tomadas de:
http://www.athleticbusiness.com/articles/?a=3496
http://smallbusiness.chron.com/advantages-diverse-ages-workplace-17928.html


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