Columna La Tarde
Fundación Kíos
Hace un par de semanas Françoise Hollande, quien fuera elegido
presidente de Francia en mayo pasado, secretario durante once años del
Partido Socialista, ha tomado, en tan solo tres meses, decisiones
sorprendentes para prevenir los efectos de la eurocrisis.
En primer lugar, eliminó todos los carros oficiales, los subastó y
destinó el dinero recolectado a la creación de 175 institutos de
investigación científica ubicados en todo el territorio francés.
Decisión
valiente, costosa políticamente, pero visionaria y sensata por varias
razones. La primera: reubica recursos públicos onerosos de actividades
suntuarias a inversiones de desarrollo sostenible.
La segunda: genera un
poderoso golpe de opinión en el sentido de que el ajuste empieza por
casa. Y por último, y quizás lo más importante: redistribuye recursos
públicos mientras asume valerosamente la responsabilidad política de
quitarle privilegios innecesarios a la clase dirigente de un país que
podría entrar en una crisis financiera sin precedentes. En últimas, se
juega su capital político por el bienestar de sus electores. Pone los
intereses generales por encima de los propios.
En segundo lugar,
aumentó en un 75% la tributación de los más ricos. Reforma tributaria
osada, revolucionaria y con un verdadero talante redistributivo.
Como
si no fueran suficientemente retadoras las dos primeras medidas,
decidió quitar a la Iglesia 2,3 millones de euros en subsidios
estatales. Recordando el ejemplo que dio la Francia renacentista,
inspiradora de las independencias americanas, Hollande evidenció el
talante laico de su presidencia de izquierda. La separación entre
Iglesia y Estado como un instrumento de equidad y como catalizadora de
procesos económicos de suficiencia general.
Y para terminar, el
paquete de decisiones incluyó la reducción del 25% del sueldo de todos
los funcionarios de gobierno, incluyendo el propio.
“Si un
funcionario que gana 650.000 euros al año [más de 123 millones de pesos
mensuales] no puede permitirse el lujo de comprar un buen carro, es
demasiado ambicioso, un estúpido o un deshonesto, y la Nación no
necesita ninguna de estos tres perfiles en su nómina” dijo el presidente
a la prensa.
¡Qué lejos estamos! ¿Qué tendría que decir el senador
Corzo al respecto de una medida similar? ¿Cómo reaccionaría el senador
Merlano al saber que sus peligrosos traslados nocturnos, mientras
conduce ebrio, ponen en riesgo no solo la vida de inocentes conductores,
sino un bien privado y no un carro oficial?
¿Es tan difícil imaginar
una Colombia en la que el servicio público no sea un buen negocio, sino
una oportunidad para obtener dignidad y prestigio social únicamente a
partir de la ejecución de acciones que resuelven problemas a los
ciudadanos, sin que estas impliquen necesariamente el enriquecimiento
desbordado e injustificado de los funcionarios públicos?
¿Cuánto
habrá que esperar para ver reformas tributarias verdaderamente
redistributivas? ¿Para cuándo una Colombia –verdaderamente laica– en la
que la libertad de culto, consagrada constitucionalmente, signifique
realmente que no se utilicen recursos públicos –de creyentes y no
creyentes– para financiar cualquier tipo de adoctrinamiento religioso?
¡Qué lejos estamos! Pero a veces sospecho que estamos justamente tan lejos como queremos y, por tanto, como nos lo merecemos.
Publicado en La Tarde el 28 de agosto de 2012, en http://www.latarde.com/opinion/columnistas/65723-la-revolucion-francesa.html
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