Columna
La Tarde
Fundación Kíos
El ‘bolillo’ de la Azcárate
Según
la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura –FAO-,
en Colombia hay más de cuatro millones de personas subnutridas.
Eso
quiere decir que uno de cada nueve colombianos no puede cubrir las necesidades
energéticas mínimas requeridas para que su cuerpo funcione. Y en el mundo, la
prevalencia de este fenómeno es del 13%.
A
pesar de que el primer objetivo del milenio es erradicar la pobreza extrema y
el hambre, la FAO estimó que en 2010, 925 millones de personas en el mundo sufrían
de hambre crónica. Eso equivale a 21 países como Colombia, lo que es igual a
toda la población de América. Algo así como si Alejandra Azcárate organiza unas
vacaciones en las que visita, no París, sino este continente, desde la Patagonia
hasta Alaska y en todo el trayecto solo ve hombres, mujeres, niños y ancianos a
punto de morir por no tener, físicamente, qué comer.
El
hambre no es un problema menor. Y no solo por lo cuantitativo, sino por lo
cualitativo: quienes sufren de hambre se desarrollan mentalmente más despacio
-en este caso no me refiero a la Azcárate- y tienen sistemas inmunológicos más
débiles y vulnerables. Las madres que pasan hambre tienen bebés débiles y un
mayor riesgo de muerte en el parto.
Pero
sobretodo, el hambre no es un problema estético. Es un problema de salud pública
que amenaza la estabilidad de casi cuarenta países en el mundo. Adicionalmente,
es imposible alcanzar el desarrollo sostenible mientras persistan el hambre y
la malnutrición. La alimentación es un derecho de la humanidad, y, tal como
establece el documento presentado por la FAO en la reciente Cumbre de Río +20,
es un deber de los Estados “incorporar en los sistemas alimentarios incentivos
al consumo y producción sostenibles; promover mercados agrícolas y alimentarios
justos que funcionen adecuadamente; reducir el riesgo y aumentar la capacidad
de resistencia [al hambre] de los más vulnerables; e invertir recursos públicos
en bienes públicos esenciales, incluidas la innovación y la infraestructura
[para garantizar una adecuada producción y distribución alimentaria]”.
No
entender el problema en estas magnitudes, sino como un tema que tenga que ver única
y exclusivamente con verse bien o mal, con todas las subjetividades que ello
implica, es seriamente irresponsable. Ser anoréxico o bulímico en un
mundo con estas características es, por decir lo menos, una muestra aberrante
de la grosera ironía que evidencia la manera como los países y las
civilizaciones evolucionan durante el siglo XXI.
Si
bien la obesidad es también un problema creciente, y tal como comprueba la
Encuesta Nacional de Situación Nutricional en Colombia de 2010, el 5% de los
colombianos sufren de ella, existe una diferencia moral fundamental entre el
hambre y la obesidad: el hambriento lo es, mayoritariamente, por falta de
oportunidades, porque no tiene otra opción.
Problemas
estructurales como este no pueden ser farandulizados.
En este país, la semana pasada, se hizo evidente que devaluamos la cordura,
banalizamos la gordura y sobrevaloramos la delgadez. Mal, mal y mal.
Columna publicada en La
Tarde, el 10 de julio de 2012 en: http://www.latarde.com/opinion/columnistas/63250-el-bolillo-de-la-azcarate.html
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